miércoles, 8 de mayo de 2013

La intrépida castor


Érase una vez una intrépida castor. Lola, que así era su nombre, vivía en un riachuelo del parque de Calgary, una hermosa y gélida ciudad en el oeste de la inmensa Canadá. Todas las noches la pequeña pero fuerte castor se encargaba de cuidar de su madriguera que ella misma había construido, tronco a tronco, palo a palo, ramita a ramita con sus patitas y sus poderosos dientes que eran capaces de talar el tronco más grande del parque. Toda esta prolija cantidad de madera la conseguía reunir a lo largo del año, justo antes de la estación más fría. Con ayuda del fango del fondo de su riachuelo lo dejaba todo bien dispuesto  para que con el paso de la primera helada su hogar cobrara tal fortaleza, tal dureza y resistencia como la de una roca.
Lola tenía muchos amigos, castores y sus familias, vecinos muy amistosos, patos salvajes del río, siempre de paso con prisa y muy ruidosos y las ardillas saltarinas que se conocían hasta el último jardín de la ciudad.
Una noche, cuando Lola estaba relajada en su madriguera, oyó unos ruidos que provenían del exterior. Rápidamente, salió para dar la señal de alarma a sus vecinos, pues creía que un lobo o algún humano merodeaba por el lugar. Cuando fue a golpear enérgicamente el agua de la corriente con su gran cola, vio un hermoso castor cuya patita estaba atascada en una raíz que emergía del arroyo.
El castor atrapado en la maleza del riachuelo se llamaba Pepe y, a pesar de que estaba en una peligrosa coyuntura, el pequeño castor mantuvo la calma y fue encantador con nuestra amiga Lola. Juntos comenzaron a roer la inconveniente raíz hasta que al fin lo consiguieron y Pepe quedó libre.
A partir de este agitado encuentro, la pareja de castores se hizo inseparable y nadaban juntos cada atardecer, observando de manera discreta todo lo que acontecía en torno a su arroyo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario